-Pero esa historia ya me la contaste- interrumpió Plácido dejando sólo por un instante la copita de whisky.
-No, no- retomó Domingo el hilo de la conversación: es otra historia.
Pero si querés que te la cuente, servime más Johnson.
Los dos, Plácido y Domingo, que a propósito eran excelentes tenores,
habían estado en “la Finca”, un seminario “tradicional” que acumulaba anécdotas
de todo tipo. Ellos las recordaban con gusto, porque se habían retirado
satisfechos, aunque algo críticos con las costumbres de dicha comunidad.
Una de esas costumbres, y que les seguía encantando, era tomarse un rico
whisky por las noches, obviamente cuando podían, que solía ser una vez al mes
como mucho. Se reunían en la casa de Plácido, que invitaba siempre, y con una
música relax de fondo, algún jazz o alguna irlandesa, se juntaban a conversar
de todo un poco. Biblioteca de fondo adornando la sala de estar, con sus
correspondientes y cuidados sillones, hacía de esas reuniones una perfecta “beato
pro”.
-La del cambio de nombres ya me la contaste la otra vez, ¿te acordás?
Una tal Rosita que le encajaron “María Rosa de Lima” … jajaja- retomó Plácido
convencido de que el “cambio de nombres” era exclusivo de ellas.
-Si, me acuerdo- le concedió su amigo. -Pero esta historieta es de los
muchachos. ¿No te acordás del “Padre Cortina”? Bueno… Justamente. No me digas
que siempre pensaste que ése era su verdadero apellido…
-Obvio, querido. No me digas que el Padre Cortina no se llama Cortina- dijo
con simpleza Plácido.
-Por supuesto que no- le aseveró el invitado Domingo que, a propósito,
justo era día domingo esa noche.
Plácido, con un tono verdaderamente plácido, pareció interesarse en la
cuestión del nombre del conocido sacerdote, y tomando el whisky irlandés entre
sus delicados dedos, le manifestó su repentina curiosidad:
- ¡Contáme, querido, contáme! ¡Mirá de las cosas que me vengo a enterar
recién ahora! ¿Cómo se llama el Padre Cortina? -
-Bueno… En verdad ya no está más. O sea… Se fue del instituto y creo que
también dejó el ministerio. El nombre de él era Prístino, y el apellido creo
que era Pérez. Yo no sé si porque ya existen muchos Pérez o porque le
costaba los estudios, alguien se lo cambió por “Cortina” …
- ¡Jajaja!, ¡no te puedo creer! - explotó Plácido con verdadera sorpresa.
- ¿Eso me querías contar?... “Cambio de nombres” …. Ahora entiendo. Las monjas
no eran las únicas entonces… ¡Jajaja! …
-Pero claro, amigo- continuó Domingo, que a propósito de su nombre, miró
el reloj controlando que no se le haga tarde para el lunes. -Te cuento que
desde que yo entré, hasta la fecha, nunca supe el nombre verdadero de “Charqui”.
Era santiagueño, por cierto.
- ¿Charqui?... Mmm. Ni idea. ¿Qué paso con ese tipo?...
-No sé. La cuestión es que los apodos eran los verdaderos nombres-
prosiguió el invitado. -No había una “ceremonia” de cambio de nombres,
por supuesto, pero sí estaban los “sacerdotes” de los apodos que, casi
por mandato divino y por espontáneo encargo, aclamación popular y natural
talento, le ponían a cualquier tipo que llegara al Chañaral algún apodo que ya
le quedaba hasta la tumba. La verdad que eran muy originales algunos…
- Vos y yo zafamos.
- ¿Zafamos?... - miró Domingo con intriga a los ojos de Plácido: ¿Estás
seguro?...
-Que yo recuerde, siempre fui Plácido, agradable también…
-Te decían el “marmota”, el “burbuja”, “el flema”
entre otros. Tampoco zafaste del “tenorio”, apodo que compartimos por
obvias razones…
- ¡Eh! Yo nunca anduve coqueteando con minas- se defendió con extraña rapidez
de reacción el anfitrión de la elegante casa colonial de Buenos Aires. Efectivamente,
a Plácido lo acompañaban también las características de un buen gordito
flemático.
Domingo dejó soltar primero una instantánea sonrisa inteligente, y de
inmediato, la carcajada que había estado aguantando.
- “Tenorio” por tu verdadero nombre, querido. A mí también me lo dijeron
alguna vez, por el español tenor Plácido Domingo. ¿Ahora entendés?
La carota del corpulento anfitrión, lentamente dejó mostrar la
comprensión del evidente chiste, y con alegre temperamento, sonrió por unos
segundos, y rió con verdadero placer por otros tantos.
Plácido se tomaba las cosas bien. Hasta el whisky se lo tomaba bien. Su
amigo, que le venía a traer cada tanto alguna anécdota de las viejas épocas,
guardaba en lo profundo de su interior un poquito de enojo por el compartido apodo
“tenorio”. Nunca le habían gustado los chistes de doble sentido, y para
herida de su orgullo, menos el tener que compartirlo con otro. Si iba a ser “Tenorio”,
¿por qué asociarlo a su flemático amigo Plácido, que ni se enteraba de las
cosas? …
Domingo volvió a fijarse la hora, y con un asimilado y encarnado hábito
de fingir, se levantó del sillón no sin vaciar la copita primero, y se disculpó
con “Tenorio”, alegando que mañana debía madrugar.
-Querido- le dijo con auténtica amistad- te voy dejando porque mañana
tengo que laburar. Eso es todo por hoy. Menos mal que ya estamos afuera. Te
saludo, Plácido, amigo querido.
-Gracias por venir, hermano- le contestó con la misma afabilidad el
tranquilo muchacho, sin ni siquiera levantarse del cómodo sillón. -Nos vemos la
próxima. Y traéte alguna buena anécdota para reírnos. Hoy me enteré de mis
apodos. Lo bueno es que, incluso habiéndolo sabido, nunca me afectaría. Yo soy
y sigo siendo, por gracia de Dios, el Plácido de siempre, -concluyó
plácidamente.
A Domingo se le hizo de noche… media noche, y también sin notarlo él,
pasó a ser un lunes aburrido.
Moraleja:
Los apodos no siempre funcionan mal. El secreto es conservar la caridad
en todo momento. La humildad que nos permite reírnos de nosotros mismos, nos
libera. Pero la falta de caridad y el orgullo, nos dejan tristes y esclavos.
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